El Mendigo y el Perro
Lo llamaban el Gaucho; porque en su juventud fue domador. Entre corcovos de ariscos, salpicados por fuertes gritos de vibrante alegría, transcurría su vida, con un signo bien definido.
Pero lo que no logró ningún potro, lo hizo un rayo; que un día cayó cerca de él, bajándolo del montado. Logró salvar; pero quedó loco. Al oscurecerse la razón se terminó el caballo y truncó un destino. vivió luego de la medicinad; con su raro aspecto, de vestimenta desaliñada, que provocaba la burla de algunos seres sin corazón.
Desde entonces, toda su compañía fue un perro. Uno cualquiera, de los tantos que abundan en nuestra tierra. El suyo era un lobunito, de larga cola chaira.
Junto con su bolsa al hombro, al costado de aquel hombre marchaba siempre su perro. Compartían el escaso mendrugo de la limosna y el duro suelo de la vereda, en las horas de descanso. A ratos, aquel desdichado hablaba a solas con el animal; quien en esas ocasiones emitía pequeños aullidos y meneaba alegremente su cuerpo, al parecer con hondo y cariño afecto de vital comprensión.
Eran inseparables: como si fueran dos partes de una sola vivencia.
Cierta vez, la autoridad resolvió envenenar los perros sueltos y, entre ellos, una madrugada, murió el del mendigo.
Este buscó una pala y en un sitio baldío, bajo la dura tierra, lo enterró bien hondo; para que nadie pudiera tocarlo.
Desde aquel día, el hombre, con su soledad inmensa, agigantada, con su pena interminable, deambulada perdido por las calles y cuando alguien lo detenía a fin de auxiliarle con alguna moneda, le oía pronunciar, con voz inequívoca, esta sola queja.
¡La gente es mala, me mataron mi perro!
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